El carnaval
Aunque las fiestas de Carnaval fueron suprimidas por
decreto en el año 1939, aún pasaron varios años hasta que en pueblos pequeños
como el nuestro se hizo efectivo dicho decreto. Pero al final fueron prohibidas
definitivamente por la Guardia Civil.
Como dice Josefina Roma Riu en Aragón y el
carnaval (Guara Editorial, Zaragoza, 1980),
Aunque desaparecieran las fiestas de los días propios de carnaval, no desaparecieron las restantes de la constelación de invierno, que en muchos pueblos constituían su verdadero carnaval, como La Candelera, san Blas, santa Águeda, san Antonio, san Vicente, etc., que muchas comunidades guardaron como la Fiesta Chica de invierno, ...
No vamos a entrar en detalles de los motivos de la
prohibición, pues no vienen al caso para este trabajo. Solamente decir, que no
volvieron a restituirse hasta la instauración de la democracia actual.
Parece ser que para la investigadora citada
anteriormente el Carnaval es una
celebración del final del invierno y recomienzo del ciclo productor de la naturaleza y del hombre...,una interacción entre el mundo tangible y el mundo del Más Allá..., para lo cual se requiere una purificación individual y colectiva, siendo la fiesta en sí misma la inversión del tiempo cotidiano, de ahí el disfraz, el cambio de papeles... y en un ensalzamiento reversible de los sectores menos favorecidos de la sociedad, la mujer, los niños, los pobres...
En nuestro pueblo, según puedo recordar todavía, el
festejo consistía en los disfraces, la chanza, el jolgorio, el baile, la comida
y la bebida.
Pero el juego principal durante los tres días de
fiesta consistía en el disfraz, y su éxito dependía, de ser o no ser reconocida
la persona disfrazada. Los jóvenes e incluso los niños, lo hacían por
cuadrillas y daban vueltas al pueblo para dejarse ver por todo el vecindario.
Cuando al pasar por delante de alguna puerta si alguien hacía algún comentario
de "esa es fulanita", la interpelada le hacía un gesto negativo con
la mano para darle a entender que no había acertado. Lo cual provocaba las
risas del grupo.
Los disfraces consistían en ocultar el rostro lo mejor
posible y disimular el resto del cuerpo con ropas viejas y antiguas, embozos,
capas, cobertores o cualquier otro tipo de prenda que pudiera hacer de sayón.
Algunos disimulaban la altura colocándose encima de la cabeza algún objeto, por
ejemplo un palanganero de hierro o madera y cubriendo el conjunto con una sábana.
Pero todos éstos eran los teloneros, como diríamos hoy
en día. Los verdaderos protagonistas eran los "mascarones",
representados por los mozos. Se pintaban la cara con hollín o sebo de carro, se
cubrían la cabeza con un capazo viejo de esparto, se ponían sayas de sacos o
pieles de oveja, peladizos en los pies y una ristra de esquilos, cencerros y
trucos (así llamados a los esquilos grandes) atados a la cintura, haciéndolos
sonar con gran estruendo al correr y saltar. Mientras recorrían el pueblo, lanzaban
harina a cuantos encontraban a su paso. Siendo las mozas sus objetivos
predilectos, sucedía a veces que casi no podían salir de casa pues las
embadurnaban por completo e incluso las espiaban y cuando iban a la
fuente o al horno salían a su encuentro para llenarlas de harina de la cabeza a
los pies. En alguna ocasión provocaban algún enfado que no llegaba a mayores, pues
normalmente todo se sucedía con desenfado y regocijo.
Y el gran público, es decir, la
mayor parte del vecindario, esperaba en la Plaza a que llegaran los
"mascarones" y aunque los niños empezábamos a llorar de temor, desde
que oíamos los cencerros que se aproximaban por las calles vecinas, los mayores
gritaban de alegría en cuanto aparecían por alguna esquina. Y mientras los
disfrazados espolvoreaban harina a los asistentes y asustaban a los niños (lo
cual en esta época era muy divertido para los mayores, por cierto), los demás
especulaban sobre la identidad de cada "mascarón".
Respecto de la harina hay que decir, que unos días
antes del Carnaval había quien molía una talega de cebada (para no gastar el
trigo), con el fin de tener harina abundante para estos festejos.
El día finalizaba como siempre en todas las
celebraciones: con baile para los jóvenes, pero esta vez con mascaretas. En
este caso, las mozas sacaban a bailar a los mozos, es decir, el cambio
de papeles en lo cotidiano, como hemos dicho anteriormente, para un
sector de los más desfavorecidos de la sociedad: la mujer.
Cada edad y sexo requería los suyos propios. Así, los
niños durante el recreo jugaban al marro, a la una anda la mula, a los tejos, o
cualquier otro que requiriera movilidad. Por las tardes, después de la escuela
o los festivos, jugaban a las carpetas (cartetas) o a los "cuscutos" (la mitad de las carpetas), o simplemente
a correr y saltar. Si hacía frío o llovía, todos estos juegos los realizaban
dentro de la plaza.
Los juegos de las niñas eran distintos, de una parte
debido a la educación recibida y de otra porque requerían menos fuerza y
más habilidad, menos rudeza y más sensibilidad. Realmente no estaba bien visto
que chicos y chicas pudieran intercambiarse los juegos. Si una chica jugaba con
los chicos era un "chicazo" y a la inversa el chico era un
"mariquita"
Las niñas jugaban a la comba, mientras
cantaban: "Al pasar la barca me dijo el barquero, las niñas
bonitas no pagan dinero..." o "¿Dónde vas Alfonso doce,
dónde vas triste ti?...". También jugaban al limbo, a
las tabas o al descanso.
Los jóvenes lo hacían a la pelota, a la bola, a saltar
(tres saltos con una piedra en cada mano de contrapeso), a la barra... Para los
un poco mayores era típico tirar al palo. Para el juego de la bola, se
utilizaba como campo de tiro el camino de Daroca, siendo la Plaza el punto de
partida, por eso al primer tramo se le conocía como "El tirador". El
juego consistía en lanzar una bola de hierro, rodando, sin que se saliera del
camino. Vencía quien, en una tirada menos, la lanzaban más lejos o llegaba a la
meta estipulada.
Había un juego mixto, en el que intervenían chicos y
chicas en edad casadera. El juego consistía en formar un pasillo (o a veces un
corro), a cuyos lados se colocaban todos los participantes: chico, chica,
chico, chica..., siempre alternando y en el centro del pasillo un chico solo o
una chica sola, según correspondiera. Cuando los del pasillo ayudándose con
palmadas rítmicas empezaban a cantar, el
que estaba en el pasillo iniciaba un paseíllo al mismo ritmo de las palmas,
mientras cantaban:
“El señorito Fulano (o señorita, Fulana según correspondiera)
Ha entrado en el baile,
Que lo baile, que lo baile,
Que lo baile
Y el que no lo baile
Medio cuartillo pague
que lo pague, que lo pague
que lo pague.
Ante la orden imperativa de
¡Salga usted!,
el chico que está bailando debe señalar a una chica, o
si era una chica a un chico, y cogiéndola de la mano la introduce con él en el pasillo,
para seguir bailando juntos cogidos de la mano y sin haber perdido el ritmo, mientras
el coro continúa cantando:
Que la quiero ver bailar
Saltar y brincar
dar vueltas al aire
Con lo bien que lo baila la moza
Déjala sola, sola, solita
Sola bailando…
y en este
momento la chica que ha entrado suelta la mano del chico, quien debe colocarse
de nuevo en su sitio, en el lado que le correspondía de inicio, mientras el coro
vuelve a iniciar la canción, desde la primera estrofa, dando la bienvenida con
su propio nombre a la nueva participante.
Las mujeres lo hacían al juego del quince. Para ello
se reunían formando un corro en las replacetas, si hacía buen tiempo o en la
cocina de una casa si hacía frío. Este juego consistía en poner en el centro
del círculo formado, una moneda de cinco o de diez céntimos cada jugadora. La
que llevaba la baraja daba una carta a cada una. La jugadora de turno podía
“plantarse” con la carta recibida o bien seguir pidiendo cartas sin pasarse de
quince ya que en ese caso perdía. Una vez servidas todas las jugadoras, la que
llevaba la banca, obraba en consecuencia a lo que veía en el corro, es decir se
“plantaba” con la primera carta o se servía a sí misma. Finalmente se
descubrían las cartas de las “plantadas”
y la que tenía más puntos ganaba la partida y recogía las monedas del corro. Si
alguien obtenía quince, desde ese momento recogía las cartas y se proclamaba la
banquera. En caso de empate siempre ganaba la banca o la que era mano. El valor
de las cartas era el siguiente: la sota, el caballo y el rey valían diez
puntos, las demás por su figura: 1, 2, 3, etc. Como se puede apreciar es muy
parecido al siete y medio.
Anteriormente
a este período, en la juventud de mi madre, las mujeres también jugaban a las
birlas. Era un juego perecido al de los bolos, pero con otras normas ajustadas
a las formas y número de las birlas, ya que estos palos labrados son más
esbeltos que los otros y por tanto con una base menor.
Era muy
entretenido el domingo después de la salida de Misa, ver jugar un partido de
pelota en el trinquete, generalmente entre mayores y jóvenes o entre casados y
solteros. Unos aportaban la experiencia y los otros la fortaleza. El auditorio
se colocaba en la parte exterior de la Plaza, sobre los bancos ya que los dos
arcos eran diáfanos, para contemplar el partido y animar y aplaudir a los
jugadores. A veces se sucedían varios partidos consecutivos.
Una vez
terminado el partido, todo el mundo se marchaba a su casa a aviar a los
animales y después de comer, los casados se iban un rato al café. Allí se
jugaba al guiñote, al subastado o al arrastrado. Algunos jugaban a la banca o
al siete y medio.
Y los
solteros se marchaban al baile.
Aunque había
más formas de entretenimiento, estos eran los más propios para los domingos, tras
los duros trabajos cotidianos.
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